Una pequeña y gran Navidad

 

  • En primer lugar, Alicia no creía en la Navidad. Desde que sus amigas, empoderadas por el único e irremediable afán de convencer, le dijeron que creer en la magia de la Navidad era una insensatez, adoptó una actitud defensiva ante todo aquello relacionado con el encanto y atractivo de estas celebraciones. Y no era, por supuesto que no, una faceta que diera gusto ver, mucho menos cuando esta se encarnaba en una personita de pequeñas e insignificantes dimensiones, querido lector. Se trataba, pues, de una chiquilla que apenas había testimoniado siete inviernos. Y cuando digo "personita", lo hago basándome en la comparación con sus padres, que son de un tamaño desmesurado; y, como no, en comparación con sus dos hermanos menores que, aunque sigan siendo gigantes para mí, son los más diminutos de su especie. 

     

    En segundo lugar, fui el único que decidió tomar acción en este asunto. Ni los pastorcillos, ni los fuertes leñadores, ni los avariciosos mercantes se hicieron eco de mis palabras. Mucha menos atención me prestaron los sabios y entendidos. Todos ellos, incluso el glorioso ángel que iluminaba con luz tenue el nacimiento, pensaron que ya era demasiado tarde para recuperar a Alicia. Y exponían sus razones diciendo: «¿Se ha visto alguna vez actuar a un pesebre en defensa de los vivos? ¿Lo hemos hecho nosotros con alguna generación de esta familia? No tenemos ninguna obligación de hacer creer al que no cree, ni de exponer el camino correcto a aquellos que lo han perdido, ni mucho menos de ayudar a los que lo necesitan». A todas estas alegaciones, yo respondía: «¿Y de ayudar a los que lo merecen? Alicia nos ha honrado año tras año, en cada Navidad, en cada nacimiento». Además, lector, y esto debe quedar muy claro porque era el motivo principal de toda su renuncia: no querían que una persona del mundo de los vivos, aquel mundo atacado y castigado por un virus arrebatador de compañía, entrase en las inmediaciones del belén. «¡Es un riesgo para todos nosotros!» exclamaban. «No permitiremos que una infección egoísta de poca habilidad para la compasión entre en manos de una joven chica y arruine todos y cada uno de nuestros negocios, o que acabe con la unidad de nuestras familias». Los Reyes Magos, como cada invierno, aún tenían un largo camino de siete días por delante. Y bien seguro estaba de que no les haría ninguna gracia saber que Alicia había dejado en segundo plano su fe en ellos y en su prodigiosa magia. 

     

    En tercer y último lugar, esto es lo que pasó ante tan urgente acontecimiento. Fue en la noche antes de Navidad, cuando en la mesa se servían las mejores delicias y en casa venían los invitados más preciados, aunque pocos, debido a la precaución sanitaria. Alicia y sus hermanos, al acabar de cenar, se marcharon a dormir; contentos y ansiosos por el próximo día. Muy tarde por la noche, cuando ya no se oían los pájaros cantar, mucho después de la última oscilación de las campanas que daban las doce, apareció en la oscuridad la pequeña Alicia. Andaba descalza e iluminaba torpemente el suelo con una vieja linterna. Se quedó unos minutos frente a nosotros, la mirábamos desde abajo. Entonces, cuando ya parecía que volvía tras sus pasos, con un movimiento desafortunado, se balanceó en el aire y cayó en picado hacia el pesebre. De pronto, la luz débil pasó a ser cegadora y en un abrir y cerrar de ojos la vi frente a mí, en el suelo, junto al camino hacia el establo de María y José.  Por suerte, todos los habitantes del pueblo se encontraban en sus casas, durmiendo. Los únicos despiertos eran, como de costumbre, los pastores que cantaban y bailaban alrededor de la hoguera burbujeante. Aquella noche estaba inundada de una niebla densa, costaba ver a más de dos palmos de distancia. Ayudé a Alicia a incorporarse. «¿Quién eres?» me dijo, «¿dónde estoy?» preguntaba con esmero. Le expliqué, como buenamente pude, que por arte de magia, esa misma magia en la que no creía, había caído en el pesebre. Se mostró escéptica al principio, pensó que estaba soñando, que ya despertaría, que nada era real. Pero más tarde, al verse tan pequeña y al observar las estanterías como rascacielos, el piano tan grande e imponente y las sillas con patas que parecían molinos de viento, se dio cuenta de que aquello era más real que la misma existencia. Cuando se hubo calmado, le enseñé los rincones más encantadores del belén: las mejores cascadas y caminos, las cuevas más profundas y misteriosas, hasta que por fin le mostré el establo. Conoció a María y José, que esperaban al niño Jesús. Y la luz brillante del ángel iluminó la escena, todo se veía con impetuosa claridad. Su alma, contradicha, desprendía un calor que salía directamente de su corazón ardiente y descontrolado. Fue entonces cuando entendió que la magia existía y que en esas fechas se manifestaba más que nunca. Entendió que la Navidad es una época especial para ayudar a los que más lo necesitan, para corregir el rumbo de aquellos que lo han perdido, para juntar familias, una época para creer en lo imposible.

     

    A la mañana siguiente, Alicia despertó en la cama de su dormitorio, con la figura de un pescador apretada en un puño. Yo me sentía muy arropado. Por una parte, afortunado de haberla podido ayudar; por la otra, aliviado, estaba convencido de que celebraríamos juntos la Navidad durante muchos años más.


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