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Una pequeña y gran Navidad

  En primer lugar, Alicia no creía en la Navidad. Desde que sus amigas, empoderadas por el único e irremediable afán de convencer, le dijeron que creer en la magia de la Navidad era una insensatez, adoptó una actitud defensiva ante todo aquello relacionado con el encanto y atractivo de estas celebraciones. Y no era, por supuesto que no, una faceta que diera gusto ver, mucho menos cuando esta se encarnaba en una personita de pequeñas e insignificantes dimensiones, querido lector. Se trataba, pues, de una chiquilla que apenas había testimoniado siete inviernos. Y cuando digo "personita", lo hago basándome en la comparación con sus padres, que son de un tamaño desmesurado; y, como no, en comparación con sus dos hermanos menores que, aunque sigan siendo gigantes para mí, son los más diminutos de su especie.    En segundo lugar, fui el único que decidió tomar acción en este asunto. Ni los pastorcillos, ni los fuertes leñadores, ni los avariciosos mercantes se hicieron eco de mis p